A sus cincuenta y un años Confucio aún no había recibido la enseñanza del Tao. Viajó, pues, al sur, a Pei, para visitar a Lao Dan.
«Así que habéis venido —dijo Lao Dan—. He oído decir que sois un sabio del norte. ¿Estáis ya en posesión del Tao?»
«Aún no —respondió Confucio.
«¿Qué habéis hecho para encontrarlo?» —preguntó Lao Zi.
«Lo busqué durante cinco años estudiando las medidas y los números —dijo Confucio—; más no lo conseguí»
«Y después, ¿cómo lo buscasteis?»
«Durante doce años lo estuve buscando en el estudio del Yin y el Yang, más tampoco lo conseguí».
«Así es —dijo Lao Zi—. Si se pudiese ofrecer ofrenda del Tao, ningún súbdito dejara de ofrendárselo a su príncipe; si el Tao se pudiese presentar, ningún hijo dejara de presentárselo a sus padres; si el Tao se pudiese enseñar, nadie dejara de enseñárselo a sus hermanos; si el Tao se pudiese dar, nadie dejara de dárselo a sus hijos y nietos.
Mas no se puede, y no hay razón, que como en tu interior no haya principio rector, el Tao se no ha de asentar en ti, no lo podrás ejercitar cuando no lo pruebes en el exterior. Cuando se atiene a los dictados de su comprensión interior y no se le acepta en el exterior, el sabio no se manifiesta; cuando se atiene a los dictados del exterior y no tiene dentro sí principio rector, el sabio no se oculta. El renombre es algo público, de lo que no se debe uno apropiar en exceso. La benevolencia y la justicia son el albergue de los antiguos soberanos, en el que sólo se puede parar una noche, y no permanecer largo tiempo; si haces porque te vean
en él, menudearán los reproches hacia tu persona.
«Los hombres perfectos de la antigüedad tomaban el camino de la benevolencia y hacían alto en la justicia, por viajar hasta la liberadora Vacuidad. Alimentábanse frugalmente y se asentaban en huertos no arrendados. La plena libertad está en el no-actuar; siendo frugal, siempre se está satisfecho; al no arrendar, no se consume. A esto llamaban antiguamente Viaje a la verdad”.
Quien considera su meta las riquezas, no cederá a otro sus rentas; quien considera su meta la gloria, no cederá a otro su fama; los ansiosos de poder, no consentirán en ceder a otro el mando. Tiemblan cuando lo tienen, se afligen cuando lo pierden. En su mente, empero, nada de esto ven con claridad: antes miran perseverar en su empeño. Es como si el Cielo los hubiera condenado. Agraviar y favorecer, tomar y dar, amonestar e instruir, perdonar la vida y condenar la muerte, tales son los ochos instrumentos para corregir a los hombres, de los que sólo puede usar aquel que debe acomodarse a las grandes mudanzas, sin que se lo estorbe el deseo de las cosas.
De ahí el dicho: “Sólo puede corregir a los demás el que antes se ha corregido a sí mismo”. Si en tu mente no lo ves así, las puertas del Cielo no se abrirán».
(De UNED – Espacio, Tiempo y Forma, Serie II, Historia Antigua, t. 21, 2008, págs. 39-50)